sábado, 17 de diciembre de 2011

Bitacora IV


El viaje a Praga desde Dresde en bus es de esos que se te quedan en la retina. Paisajes idílicos con infinitas tonalidades de colores, carreteras entre ríos y montañas, casas bajas de tejados rojos con chimeneas humeantes... otro mundo.

Pero claro, no todo podía ser tan bonito. Fue llegar a Praga y primer palo. Según me bajo en la estación, un borracho me pisa las correas de la mochila y mientras me pide dinero. Yo siempre cortés, en un perfecto castellano le respondo que no le entiendo y que si le importaría dejar de pisarme la mochila. Tras dos o tres minutos de aburrimiento absoluto, desiste y me voy. Sería la primera de mis cuatro o cinco aventuras con indigentes checos.

Vistas desde el monte Petrin. Esta foto en color pierde enteros.

El color que define a Praga es el gris. Ese color que rara vez gusta a alguien pero que a Praga le queda tan bien. Aunque pinten algunos edificios de colores, vivos y cálidos, a los ojos del turista son pálidos y según vas pasando los días, grises. La ciudad evoca una melancolía sin igual, hasta tal punto que acaba pegándote ese sentimiento (acabé escuchando lentas de Sabina, con eso digo todo).

Al hostel de Praga la verdad es que no le pude pedir más. Discoteca, restaurante pijo, llaves electrónicas para los accesos, rollo minimalista en los dormitorios... todo lo que un mochilero de pro busca en un alojamiento. Y como no, al igual que en Dresde, el recepcionista papurreaba español (porque había veraneado un par de veces en Bedalmádena) así que me hice amiguete rápido, hasta tal punto que me recomendó que no comprara el candado de las taquillas en el hostel porque era un sablazo y que lo hiciera en una ferretería a 5 minutos andando... con plano y todo que fui, jeje. 

Una de las cosas de compartir habitación es que te pueden tocar compañeros de todo tipo. Si en Dresde me toco una teutona roncadora, aquí fue un chaval con algún tipo de problema motriz o algo así, porque en los tres días no le vi levantarse de la cama, fuera la hora que fuera, el tío no se quitaba los cascos y ni soltaba el portátil. Intenté hablar con él, por eso de sociabilizar, pero no hubo forma, ¡no me oía! En fin, todo un misterio...


Otra prueba de que a Praga el blanco y negro le sienta bien. 


Respecto a la ciudad, el barrio del Castillo es una pasada, el Moldava también, pero me quedo con la judería (y el mito o realidad del Golem de barro) así como con el monte Petrin... soy así de raro, qué se le va a hacer.

Y aprovechando que me encontraba por allí, me apunté a una excursión a un campo de concentración que se hallaba a las afueras de Praga, en Terezin. Dejando a un lado la aventura de colarme en un tour organizado sin pagar ni un duro y fingir que no hablo ni papa de inglés (que difícil era no reírse cuando contaban un chiste), aquel día fue sido una experiencia de esas en las que marcas un antes y un después. Terezin sólo fue un campo de concentración, una fortaleza austriaca reconvertida en prisión por los nazis (y más tarde por los soviéticos). Pero claro, que sólo fuera de concentración, no significa nada. De 150.000 recluidos, unos 35.000 murieron entre aquellos gruesos muros y unos 85.000 deportados a campos de exterminio. Además, Terezin fue la prueba de que en los campos de concentración si había menores recluidos (cosa que negaban los nazis insistentemente) ya que había dibujos realizados por niños y fotos en las que aparecían. Como digo, toda una experiencia.

Restos de las vías por las que llegaban los trenes llenos de judíos 

Y el tercer día me dediqué a hacer el capullín, a sentarme a escuchar música en el Puente de Carlos o a los pies de la estatua de Jan Hus en el centro de la ciudad. Seguramente me quedo con eso, con la música de la ciudad del Moldava.

Estos tipos me alegraron la mañana, qué menos que una foto.


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